Tocinómetro: Frankenstein (2025)
Cuando Mary Shelley publicó Frankenstein; o, el moderno Prometeo en 1818, eligió como epígrafe un pasaje de El paraíso perdido, de John Milton, donde Adán reprocha a su creador haberle dado vida sin pedirlo. Esta reflexión sobre la responsabilidad divina atraviesa toda la novela y se convierte, en la adaptación de Guillermo del Toro, en uno de sus ejes más profundos. Igual que Shelley dialogó con Milton, Del Toro retoma y reinterpreta esas imágenes teológicas para dar forma a una versión que respira su sensibilidad visual, emocional y narrativa.
Del Toro ha reconocido que este proyecto era el sueño de su vida, marcado desde su infancia por la figura de Boris Karloff en la película de 1931. Su Frankenstein conserva el esqueleto del relato original, pero lo envuelve en su inconfundible estilo: exuberante, romántico, melodramático y profundamente humano. Es, ante todo, una historia sobre padres e hijos, sobre marginados que buscan su lugar en el mundo y sobre el verdadero significado de lo monstruoso.

Aunque la novela transcurre a finales del siglo XVIII, Del Toro traslada la acción a la Inglaterra victoriana, permitiendo integrar tecnología propia de la época y una estética más familiar para el público contemporáneo. Mantiene, sin embargo, la estructura original: un barco atrapado en el Ártico recoge al moribundo Victor Frankenstein, quien narra la historia de su obsesión por vencer a la muerte tras la pérdida de su madre. Ese impulso lo lleva a crear una criatura ensamblada a partir de restos humanos y animada durante una tormenta eléctrica.
La criatura interpretada magistralmente por Jacob Elordi se aleja del monstruo torpe popularizado por el cine clásico. Del Toro recupera la profundidad del personaje literario: un ser capaz de pensamiento, lenguaje y sensibilidad. Elordi lo encarna como un ser que evoluciona desde la inocencia y la torpeza hasta la lucidez plena, en un viaje emocional que revela gratitud, tristeza, rabia y un deseo íntimo de pertenencia. Su interpretación, apoyada por un diseño que evoca la palidez cadavérica de las primeras representaciones teatrales, es uno de los grandes aciertos del filme.

Oscar Isaac construye un Victor Frankenstein arrogante, brillante y profundamente defectuoso, cuya relación con su criatura entre el rechazo, la culpa y el miedo intensifica el tono trágico del relato. A esto se suman Christoph Waltz como Harlander, misterioso mecenas que encarna las tensiones entre ciencia, poder y ambición, y Mia Goth como Elizabeth, reinventada aquí como un personaje más autónomo y perceptivo.
Del Toro incorpora cambios narrativos importantes. Algunos simplifican la trama; otros profundizan en la psicología de los personajes o refuerzan la dimensión ética del conflicto entre creador y creación. El director suaviza ciertos actos de violencia del monstruo literario, inclinando la balanza emocional hacia la compasión. Esta elección encaja con su tradición cinematográfica: criaturas marginadas, temidas o deformes, pero dotadas de una humanidad más pura que la de quienes las persiguen.
Visualmente, la película es un festín. Del Toro despliega su característica combinación de belleza y brutalidad: escenarios góticos cubiertos de vegetación muerta, laboratorios ruinosos, torres expuestas al clima y paisajes monumentales que empequeñecen a los personajes. Los rojos y negros dominan la paleta, reforzados por la atmósfera inquietante que crea la música de Alexandre Desplat.
Más allá del horror, la película insiste en las preguntas esenciales del mito: ¿qué significa existir sin haberlo pedido?, ¿qué responsabilidad tiene un creador sobre su creación?, ¿dónde se traza la línea entre lo humano y lo monstruoso? Del Toro cita visualmente a Milton y a Shelley desde la cruciforme disposición del cuerpo de la criatura hasta el propio despertar lector del monstruo y propone un cierre que combina tragedia, compasión y esperanza.
El resultado es una obra profundamente personal, ambiciosa y emotiva. Del Toro no solo adapta Frankenstein: lo relee, lo expande y lo hace suyo sin traicionar el espíritu de Shelley. Su película demuestra que abordar un proyecto soñado puede ser, más que un riesgo, un acto de amor por la historia y por el cine.
Veredicto: Cuatro tocinos recientemente traidos nuevamente a la vida, con una chispa de humanidad y la capacidad de amar.


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