Tocinómetro: Monster
Monster (2023): una disección precisa del miedo, la incomprensión y los prejuicios
¿Quién es el monstruo? Esa es la pregunta que se repite en murmullos a lo largo de la nueva película de Hirokazu Koreeda. Y aunque parezca simple, la respuesta se desliza, se esconde y se transforma, hasta revelar algo inquietantemente humano: el miedo que proyectamos sobre el otro.
“Monster” no es una película fácil. Es exigente, densa, emocionalmente compleja. En sus dos horas de metraje, que a veces parecen tres, Hirokazu Koreeda construye una experiencia que desarma expectativas a través de la repetición de escenas clave desde distintas perspectivas. Un enfoque que, si al principio puede parecer tedioso o excesivamente didáctico, termina por volverse su mayor virtud. Porque en esa distancia entre lo que se ve y lo que se cree ver, ocurre la verdadera transformación: no de los personajes, sino del espectador.

La película se despliega como un rompecabezas emocional: lo que comienza como una historia sobre un posible caso de abuso escolar se convierte en un retrato desgarrador de prejuicio, trauma, incomunicación y, finalmente, redención. La narrativa gira en torno a Minato, un niño que cambia repentinamente de comportamiento. Su madre, Saori (Sakura Ando), empieza a sospechar de su profesor, el Sr. Hori (Eita Nagayama), y lo confronta. Pero cuando la historia se reconfigura desde otras perspectivas incluida la del propio profesor y la de un tercer protagonista: el silencioso y enigmático Yori. Lo que parecía un caso cerrado se abre a nuevas interpretaciones.
Koreeda, en colaboración con el guionista Yuji Sakamoto, opta por una estructura narrativa que recuerda a Rashomon, pero sin contradecir versiones, en lugar de confrontar verdades opuestas, sobrepone relatos incompletos que se complementan, revelando puntos ciegos emocionales más que hechos concretos. El resultado es una obra profundamente empática que desafía la tentación de juzgar.
Este juego de perspectivas culmina en un tercer acto más lineal y contemplativo, centrado exclusivamente en los niños. Aquí, la historia deja de ser un drama social para convertirse en una historia de amor pura. No romántica en el sentido convencional, sino como una conexión íntima entre dos almas que encuentran consuelo mutuo en un mundo que los ha estigmatizado. Es en este tramo donde la película alcanza su clímax emocional: la tragedia se convierte en liberación.

“Monster” no trata sobre lo que parece. Trata sobre cómo miramos. Sobre el peso de los prejuicios. Sobre el daño que causa una verdad a medias. Sobre cómo los adultos, cegados por sus propias heridas o normas, fallan una y otra vez en ver lo evidente. Y también sobre cómo los niños, incluso heridos, encuentran belleza en los escombros de lo incomprendido.
A nivel técnico, la película es impecable. La cámara observa con delicadeza casi invisible; la luz, ya sea la del bosque o la de los neones urbanos, se vuelve un personaje más. Y la banda sonora, compuesta por el legendario Ryuichi Sakamoto, es una joya minimalista. Notas de piano que flotan entre el dolor y la esperanza, muchas veces rompiendo la lógica emocional esperada para insinuar que todavía no lo hemos entendido todo.
Sí, en algunos momentos la narrativa se siente demasiado elaborada, y quizá su ritmo pausado puede sentirse innecesariamente alargado, pero es necesario para lograr impacto emocional. Pero sería injusto pedirle a una película como esta que sea ligera. No lo es. Y no quiere serlo.
“Monster” es una película esencial para quienes buscan más que entretenimiento. Para quienes entienden que el cine también puede ser una experiencia de transformación interior. Una lección sobre la empatía, la verdad fragmentada y la ternura escondida en medio del caos.
Porque, al final, el monstruo no está en ellos. Está en cómo los miramos.
Veredicto: Cuatro tocinos y medio sutiles, poco convencionales, pero llenos de profundidad.

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