Tocinómetro de Andor: Temporada 2
La segunda temporada de Andor arranca como un disparo certero hacia el corazón de lo que Star Wars debería ser: una historia sobre personas reales enfrentando adversidades reales, donde la esperanza no es solo un ideal abstracto, sino un arma poderosa. Lejos del reciclaje nostálgico y las narrativas enlatadas, esta temporada se siente como un acto de rebeldía narrativa dentro de una franquicia que muchas veces ha priorizado la taquilla por encima del contenido.
Dividida en cuatro bloques que abarcan cuatro años, Andor avanza hacia los eventos de Rogue One con un ritmo más dinámico que en su primera entrega, pero sin perder la profundidad emocional que la caracteriza. Lejos de ser solo una precuela de una precuela, esta serie convierte a Rogue One en un clímax inevitable, dotándolo de un peso que antes no tenía. En lugar de sentirse como un apéndice, Andor le da una razón de ser.
La historia se centra en Cassian (Diego Luna), Mon Mothma (Genevieve O’Reilly) y el planeta Ghorman, pero como siempre en esta serie, son los personajes secundarios —y la humanidad detrás de ellos— quienes se roban la atención. Bix (Adria Arjona) lidia con un TEPT palpable que convierte su dolor en una narrativa poderosa sobre el costo personal de la lucha. Incluso los antagonistas, como Dedra Meero (Denise Gough) y Syril Karn (Kyle Soller), son tratados con una humanidad inquietante. No hay caricaturas aquí; sólo personas atrapadas en sistemas que las corrompen o las destruyen.
El regreso de Orson Krennic (Ben Mendelsohn) es tan preciso como perturbador, un recordatorio de que el mal burocrático y elegante es a veces el más letal. Y mientras tanto, la nueva banda sonora de Brandon Roberts amplifica cada emoción con una precisión quirúrgica: temas que conmueven, marchas que incitan, y melodías que se quedan en la memoria como cicatrices.

Pero si hay algo que eleva esta temporada, es Ghorman. Sin arruinar la trama, basta decir que la historia de este planeta y su tragedia demuestra la indiferencia imperial con una crudeza que remite a los peores capítulos de la historia humana. El episodio 8, en particular, debería quedar plasmado en la televisión como uno de los momentos más devastadores y reveladores de la franquicia. Y el mejor episodio de esta temporada.
La única crítica razonable a esta temporada es que, en su ambición por avanzar, a veces corre donde debería caminar. Al contar un año en tres episodios, algunos personajes y subtramas pierden la oportunidad de respirar. Pero no porque estén mal escritos, sino porque son tan buenos que uno simplemente quieres ver más desarrollo de ellos. Andor tiene esa cualidad rara: hace que incluso los personajes más secundarios parezcan protagonistas de sus propias batallas, sus propios mundos.
Y aunque la acción se intensifica, lo que permanece constante es la humanidad. La calma de una boda en Chandrila o una cena incómoda en casa de los Karn se siente tan vital como una emboscada o un motín. Este nivel de detalle, este mundo viviente que respira fuera de la pantalla, es lo que separa a Andor de cualquier otra entrega reciente de Star Wars.
La serie también se atreve a hablar sin rodeos de política, fascismo, propaganda y radicalización. No hay Jedi para simplificar la moral. No hay Fuerza para justificar el destino. Solo personas, tomando decisiones difíciles en un sistema diseñado para aplastarlas. En un contexto global tan inestable como el actual, Andor resuena más allá de la galaxia lejana. Nos habla aquí y ahora.
Porque si algo queda claro al final de esta temporada, es que la esperanza no es un recurso decorativo. Es resistencia activa. Es sacrificio. Es la convicción de que, aunque todo parezca perdido, vale la pena seguir luchando. Y eso, más que cualquier sable láser o X-Wing, es lo que mantiene viva a Star Wars.
Veredicto: Cuatro tocinos

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