Octubre cinéfilo: The conjuring
Siento lo mismo por El Conjuro (2013) que por su precuela Annabelle (2014): tiene toda la pinta de ser una mala película… pero inexplicablemente funciona. James Wan logra que lo predecible se sienta nuevo, que lo visto mil veces vuelva a asustar. No es la historia, es la ejecución.
Dirigida con precisión, la película sigue a Ed y Lorraine Warren (Patrick Wilson y Vera Farmiga), una pareja de investigadores paranormales basada en figuras reales. Cuando Roger (Ron Livingston) y Carolyn Perron (Lili Taylor) los llaman desesperados por la actividad sobrenatural en su casa de campo, los Warren descubren que hay algo mucho más oscuro acechando detrás de los fenómenos.
Sí, la premisa suena a historia de fantasmas estándar: familia feliz, casa vieja, espíritus vengativos y un inevitable exorcismo. Pero Wan no se apoya en los sustos baratos de manual. Durante casi cuarenta minutos, apenas hay jumpscares. En cambio, la tensión crece con susurros, puertas que se abren solas y silencios tan densos que cortan el aire.
Uno de los mejores momentos ocurre cuando Carolyn juega al escondite con su hija. Con los ojos vendados, sigue el sonido de unas palmadas que parecen provenir del armario. La puerta se abre sola, dos manos aplauden desde dentro… y nada más. No hay grito, no hay sobresalto. Solo el vacío que deja la certeza de que algo anda terriblemente mal. Es el tipo de terror que se mete bajo la piel.

Los sustos, cuando finalmente llegan, están bien ganados. Wan entiende que lo que cansa no son los jumpscares, sino su abuso. Construye la anticipación con una paciencia casi cruel, dejándonos al borde del asiento, esperando el momento exacto en que la película decida gritar “¡te atrapé!”.
El mérito también es del elenco. Wilson y Farmiga proyectan una química cálida y convincente; Lili Taylor brilla como la madre desgarrada entre el miedo y la protección; y Ron Livingston encarna al padre común y corriente que intenta mantener la calma. Incluso la joven Joey King deja huella con una actuación emocionalmente intensa que eleva la historia.
Visualmente, El Conjuro es impecable. La cámara se mueve como un espectro más dentro de la casa: a veces fluida, a veces inestable, controlando el ritmo de lo que el espectador puede ver, y por tanto, temer. La fotografía, desaturada y sombría, refuerza esa atmósfera de amenaza inminente, mientras la banda sonora mantiene una discreta pero efectiva tensión.
El problema llega con el clímax. Como casi todas las películas de exorcismos, el final se desboca en efectos, gritos y objetos volando por los aires. Lo que antes era elegante se convierte en un espectáculo casi fantasioso. Además, el ritual nunca se explica del todo; no sabemos qué tan peligroso es o cómo funciona, lo que resta fuerza a la escena. Emocionalmente funciona, pero lógicamente se tambalea.
Aun con esas fallas, El Conjuro cumple su cometido. Es un recordatorio de que el terror no depende de ideas nuevas, sino de cómo se ejecutan las viejas. Es la casa embrujada de un parque de diversiones: sabes que nada es real, pero cuando las luces se apagan, igual sientes el escalofrío.
No reinventó el género, pero sí lo revitalizó. James Wan tomó todos los clichés del horror clásico y los usó como un mago que te hace mirar justo donde quiere. Al final, El Conjuro no es solo una película de sustos: es una experiencia. Una de esas que te obligan a dormir con la luz encendida.
Así que, cinéfilos, si buscan una historia clásica de casas embrujadas que realmente se gane cada susto, El Conjuro es una excelente opción para ver en esta temporada de Halloween. Apaguen las luces, preparen las palomitas… y déjense atrapar por el miedo.
Veredicto: Tres tocinos y medio condenados a enfrentarse a los sobrenatural el resto de sus cortas vidas.

